Un cuento no tan cuento

Miguel Caballero Miño es un químico que escribe desde la adolescencia en los viejos ochentas, pero cuenta historias desde que tiene memoria. Lector, narrador, poeta, fotógrafo, ensayista, tallerista, editor, corrector, curioso papá de Luciano. Decir de él es juntar adjetivos en el peor estilo literario que se puede perpetrar. Le gusta la poesía, mucho. Pero la poesía de antes, la poesía de lo importante hecha con inteligencia y cojones, porque el verso de lo evidente lo aburre, lo subleva, le da gastritis, le indigesta la milanesa. Y le gustan los amigos, que si leen y hacen poesía, mucho mejor. Y ama los géneros marginales de la narrativa: el policial y su testimonio sucio y crudo; la fantasía y su libertad de decir lo que soñamos; la ciencia ficción y su descaro de escupirnos lo que somos a pesar de lo que pudimos ser.

Literatura01/06/2025Valeria ElíasValeria Elías

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Fue amigo de Horacio Rossi, a quien le debe la forma de mirar que deben aprender los poetas. Y conoció un poquititito a Angélica Gorodischer, que en una charla y un par de gestos le enseño la verdadera razón de ser escritor.
Tuvo (y tiene) muchos maestros y unos poquitos alumnos. Se juntó con una caterva de caraduras que se hacen llamar La Conspiración de los Fuleros, y por ahí andan, malversando palabras en poblado y en banda, que es como se deben hacer ciertas cosas en estos tiempos extraños. Se sicoanaliza y trabaja en una oficina, a lo mejor para entender lo que descree.
Nació en pleno Mayo Francés, pero en Santa Fe de la Veracruz, República Argentina, del otro lado del mundo, donde todo llega tarde. A lo mejor de ahí le viene cierto inconformismo permanente con lo establecido. Y hoy es un extranjero indocumentado en el universo de las redes y un apátrida en el mundo de las ideologías. Porque resulta que parece (o siente, o piensa, que no es lo mismo pero es igual) que atrás, muy atrás, está la gente. Y eso no está bien, ya lo dijeron Serrat y Silvio, señores. 

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Parte de su obra

El destino de Valdemar

De la larga sucesión de causalidades que culminaron con su venida al mundo, la más determinante fue un fortuito hecho de violencia. Su madre cursaba el octavo mes de embarazo cuando se vio envuelta en el tiroteo del Banco Rio. Un hado cínico y brutal puso en la sucursal Ezpeleta media docena de policías de civil esperando para cobrar sus sueldos cuando los tres delincuentes, encapuchados y decididos, entraron blandiendo escopetas y pistolas, a los gritos, derribando de un culatazo al custodio privado de la puerta y encañonando al guardia policial que hacía adicionales en la modesta agencia bancaria.

La sorpresa por el griterío apenas alcanzó a acelerar el corazón de la mujer, en un shock de adrenalina que empeoró apenas empezaron los disparos.

Dos de los policías de civil, rápidos de reflejos y seguramente ofuscados por el inoportuno momento en que fueron convocados, reaccionaron a una velocidad táctica digna de una ficción cinematográfica, y apenas gritada la voz de alto, abrieron fuego.

El único atacante ileso decidió aferrarse a la vida y cayó de rodillas, manos en alto, a metro y medio de ella, que ya desparramada en el suelo, con la vista blanquecina del susto y respirando con la boca abierta, rompió bolsa.

Valdemar nació, literalmente, camino de la ambulancia. Al menos es lo que declara la médica del servicio de urgencias que le aferró la mano a la mujer en medio del trabajo de parto. De todos modos, los registros lo ubican en el hospital El Cruce, ochomesino pero fuerte y de buenos pulmones, prendido rápidamente de la teta de su madre, rendida y al borde del llanto histérico.

No conoció a su padre, aunque la anécdota de su nacimiento entre golpes delictivos y balas policiales le brindó un talante firme y algo rústico que le ayudó a transitar con solvencia los tiempos crudos de la niñez pobre y la adolescencia callejera.

Lo rústico le evitó las ambiciones, tanto en lo económico como en lo amoroso. Y si bien la firmeza de carácter le agenció cierta admiración romántica y carnal de algunas jóvenes del barrio, fue Ernestina el comienzo del fin.

Es curioso el derrotero de las cosas esos días, más recientes de lo que lo dramático y complejo del desenlace parecen indicar.

Fue en Palermo, en el más caro, donde hizo pie la cumbia trapera de apariencia gangsta y lenguaje mínimo y macho. La suerte y el gusto por un artista en particular llevaron a Valdemar al bar donde dos trompadas irreflexivas, soltadas en la cara de un compadrito que le tocaba descaradamente el culo a una rubia demasiado bonita, lo metieron en el laberinto que termina en esta esquina de luz blanca, con plátanos y veredas un poco levantadas frente a casas más caras que tradicionales.

Ernestina Paz Algo-Más era muy rubia, muy alta y muy firme de carne y de ganas y Valdemar parecía recién bajado del escenario donde el trapero invitaba a mover el culo y arrancar a tiros así que en el revuelo de grupos antagónicos, ella terminó desnuda en el asiento trasero de un auto de chapa ilegible, a tres cuadras de la pelea que pidió policía para terminar.

Se vieron y tal vez se amaron tres meses, pero el laberinto siempre tiene una única salida.

Ernestina, la Cheta, no dejó al perejil de mano larga.

Y se vuelven a cruzar, recién nomás, yendo y viniendo por Honduras camino a la Plaza Serrano. Valdemar, como en cierto cuento, se queda suspendido de la nada. Ella lo ve. El otro también. Se están reconociendo cuando Valdemar ve el brillo.

El mejor tajo es en la ingle, dicen los que saben pelear a cuchillo.

Los ve correr, la ve llorar.

Valdemar se desmigaja definitivamente en el charco de sangre de Honduras y Gurruchaga. 

Miguel Caballero Miño

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