Policiales: entre la literatura y el periodísmo

José Luis Pagés, nació en la cordial, nombre con el que se conoce a la ciudad de Santa Fe. Periodista y escritor, su vida es una vocación a la palabra, al relato, al contar, al decir y bendecir las notas más oscuras. Una pluma que hace que hasta el más terrible homicidio, al leerlo, te haga sentir cómodo. Sus notas periodísticas así como sus libros, denotan conocimiento en el tema, claridad en las secuencias y prolijidad en los detalles.

Literatura02/07/2023Valeria ElíasValeria Elías

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Foto realizada por Freddy Herr

Algo que siempre me gustó destacar, es una anécdota de vida de José Luis, de cómo empezó a trabajar como periodista. Estaba en un café, con amigos, y se le acercó un amigo periodista (Maurer) y le dice al oído "Flaco abre un diario nuevo", armaron una estrategia y este amigo le dijo: "ni se te ocurra decir que escribís cuentos, novelas, ni nada por el estilo..." Solo debía contar su experiencia trabajando en jefatura... Su primer nota, el robo de las joyas de la Virgen de Guadalupe, tal vez los creyentes vean en esto, la señal.

Su pluma

CIUDAD CORDIAL

Cuando entré en la granjita, el Gallego estaba de espaldas limpiando un exhibidor. Esperé a que terminara de repasar los vidrios con una esponja húmeda y cuando se volvió, pregunté.
_ ¿Agua fresca, tenés?
_ Fresco no queda nada_, dijo.
Pedí una botella de agua mineral y lo vi buscar en silencio entre los paquetes que lo rodeaban en medio de gran desorden.
_Mejor dame dos de las grandes, porque quien sabe si también nos dejan sin agua_, agregué.
_Como van las cosas no sé dónde vamos a parar_ dijo con los ojos clavados en el piso.
Enseguida me acerqué y al momento de pagar le pregunté al oído:
_ ¿Sabés algo del lío de anoche? 
No había salido el sol cuando ya cantaban las chicharras en el barrio del Chilcal. Las hojas del verano se veían opacas, cubiertas por las cenizas que llegaban de las islas consumidas por el fuego. Tristes y mustias despertaban las plantas después de otra noche de seca infernal. 
Todos estábamos despiertos porque habían cortado la luz y ni siquiera funcionaban los ventiladores cuando el calor era el mismo al mediodía que a medianoche. Todos encerrados entre cuatro paredes, con las puertas y ventanas trancadas, porque solamente a los perros se les ocurre buscar el fresco de la calle y todos andan por ahí con la lengua afuera, detrás de una perra alzada, de un hueso con sustancia o un tacho con agua de esos que algunos dejan para ellos. 
Nadie había podido pegar un ojo cuando de pronto las frenadas y los portazos anticiparon una desgracia mayor. Así como algunos dieron por cierto que los ruidos eran reales otros como yo nos sentamos en la cama pensando que recién salíamos de una pesadilla y nos despegamos de las sábanas como quien se arrancar un mal recuerdo.
Así se presentaba el día cuando estos desgraciados llegaron para ajustar algunas cuentas con el Chivo Pascual o mejor dicho, con uno de sus amigos. Ya se sabe que el verano levanta temperatura y hasta los espíritus más apacibles se predisponen mal a la hora de entenderse con el otro. En eso pensaba yo mientras preparaba el café.
Me dijo el Gallego que él no dejó de hacer su trabajo porque nadie asomó la nariz a la calle, pero así y todo algo alcanzó a ver cuando se armó de una tranca y se acercó a la vidriera para acomodarle las ideas a los malnacidos de siempre. Me dispuse a escucharlo con atención porque yo vivo a la vuelta y aunque escuché todo, no vi nada de todo lo que pasó después.
Pero si él vio algo no pudo hacer nada, me dijo, porque esta vez no eran los pibes que volvían de la joda como había imaginado y recordó que en seguida escuchó cómo rompían a culatazos la puerta del pasillo y que un poco después vio al Chivo salir con las manos en la nuca para caer de rodillas en el empedrado.
Lo tenían agarrado de los pelos y le apuntaban a los ojos con la luz de una linterna. El Chivo apretaba los párpados y tenía la cara empapada por el sudor. Los tipos que se movían alrededor hablaban de algo que él no alcanzó a entender, porque al principio todo fue atropellado y confuso. 
El Chivo tenía la boca abierta y una tirantez en la cara como solo se puede ver en un cadáver. Eso me dio a entender mientras llenaba con galletitas una bolsa de papel. Después claramente me dijo que al ver las armas largas devolvió la tranca al portón y corrió al baño porque se estaba meando. “Porque uno se puede mear de miedo nomás”, aclaró.
Un rato después volvió a su puesto de observación y escuchó que un tipo negro, largo y flaco que andaba enfundado en un camisolín floreado preguntaba por el Ruso y acercaba el oído a la boca del Chivo para escuchar las respuestas mientras le pisaba los dedos con los tacones, porque que ahora nuestro vecino estaba en cuatro patas, con las manos apoyadas en los adoquines de calle Suipacha.
El Chivo gritaba y decía que al Ruso lo iban a encontrar en el centro porque trabajaba de arbolito y siempre andaba alrededor de los bancos. Pero el otro volvía a preguntar. Después el Gallego apuntó un detalle importante. El tipo del camisolín floreado tenía puesto un audífono en la oreja derecha porque en un momento dado se lo sacó, lo sacudió a lo bruto y lo acomodó de nuevo.
Eso recordaba el Gallego del momento en que lo vio por última vez porque enseguida se alejó de la vidriera para ir a vomitar en el bañito del fondo. Al volver al local se dedicó a pasar los lácteos de la heladera al freezer , se embarcó en esa tarea y ya no quiso ver más , aunque no pudo evitar que su atención siguiera puesta en lo que pasaba allá afuera.
Después, cuando empezaba a clarear, escuchó como cualquiera de nosotros, los gritos y los estampidos. Los tiros eran de ellos y los gritos del Chivo Pascual. “¿¡Dónde, dónde carajo está esa gorda inmunda!?”, eso quería saber el negro del audífono y el camisolín floreado. 
Muchos recuerdan que fueron más de veinte los tiros porque igual que yo los fueron contando uno por uno, así como habíamos contado uno detrás del otro los minutos de esa noche interminable. El Gallego dijo que sintió la boca reseca y se tomó de un trago el poco de agua fresca que había conservado en un termo que ahora estaba vacío. Tomó y una vez más se descompuso.
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Pero volviendo a los hechos me hizo notar que no fueron unos disparos a lo loco los tiros que hicieron los malandras porque en todo momento trabajaron sin apuro y se tomaron su tiempo para apuntar bien para que durara un poco más. “Eran profesionales”, remarcó, porque se movieron con una tranquilidad envidiable, algo propio de quienes dominan un oficio y saben lo que es trabajar en equipo. Estuvimos de acuerdo 
A la rastra lo llevaron al Chivo hasta donde los policías lo encontraron con su cara de muerto reciente, bañado en su sangre y negro de moscas. A la rastra lo habían llevado y lo fueron matando por el camino. Despacito lo llevaron hasta el terraplén ferroviario y ahí le siguieron dando.
Eso duró una eternidad porque a cada disparo el muerto respondía con un aullido que te ponía la piel de gallina. Era el muerto el que le juraba al flaco del audífono que al Ruso que buscaba lo podía encontrar en el lugar de siempre porque cualquiera sabía que el tipo vivía y dormía en calle San Martín.
Los primeros que llegaron fueron unos alaridos que helaban la sangre al punto de olvidar el calor de esa larga noche y el concierto de las chicharras. Cada dos o tres minutos los disparos y los gritos se repitieron hasta que se fueron apagando. Así fue, hasta el tiro del final. Después los tipos subieron a los autos y se fueron más tranquilos.
Casi la mañana entera nos demoramos en sacar las narices afuera porque la policía no llegaba nunca y nuestro temor era que alguno de esos tipos hubiera quedado por ahí dando vueltas, Uno nunca sabe con qué se va a encontrar aunque este, en comparación con otros, es un barrio tranquilo.
Solo cuando otra vez se cortó la luz la gente encontró un pretexto para salir de sus casas a preguntar si alguien sabía a qué hora devolverían el servicio y eso porque los alimentos se pudren si la heladera no enfría. ¿Y los tiros? Ah sí, por lo bajo también se hablaba de los tiros, pero de eso, nada con cualquiera.
Entre las noticias que trajo el mediodía salimos nosotros, los vecinos de El Chilcal. Nadie decía nada del muertito, aunque todos se quejaban por los cortes de energía, hasta que Doña Marita se largó a llorar por los lácteos de su despensa y al final, se notaba que algo más le daba vueltas en la cabeza, se descargó con todo y dijo: “encima hay que aguantar que vengan estos hijos de puta y como si fuera un perro te maten un cliente”.
Un rato antes la policía había cargado lo que quedaba del Chivo Pascual en la caja de una camioneta y al igual que Doña Marita otra vecina había gritado: “Lo llevan como a un perro. ¿No tienen una ambulancia? ¿No ven que es un cristiano?” Con un empujón el oficial a cargo se la sacó de encima y le cantó las cuarenta: “¡Las ambulancias no son para los muertos, son para los vivos, doña!”.
A media tarde, cuando el sol partía la tierra y el humo de los incendios picaba en la garganta, volví a mi charla con el Gallego.
_Ahí está_, le dije_ Ahora dicen que encontraron al Ruso que buscaban acá y también se lo cargaron.
_Se lo llevaron y lo mataron en la costa_, agregó él_ Treinta cohetazos le apagaron en el lomo. Fue por la Fuente de la Cordialidad. Bienvenido a Santa Fe, viste?
_¿Y al tipo, de dónde lo sacaron?
_Dónde crees que estaba, en calle San Martín, como dijo el Chivo hasta el último minuto de su vida.
_¿Se habría quedado con un vuelto? 
_Cualquier motivo es bueno para andar a los tiros.
_¿Y qué tendría que ver este muchachito con todo eso?
El Gallego se alzó de hombros como quien dice vaya uno a saber cuando de pronto volvió a estallar el infierno de las chicharras.
_¿Pero decime vos, por qué tuvieron que matarlo al Chivo?_ pregunté con impaciencia.
Entonces me miró largamente y pareció pensar y repensar la respuesta. Después se puso a fregar con un trapo el cristal de un exhibidor y finalmente se volvió hacia mí para decir:
_Qué querés que te diga… A mí me pareció que el tipo del camisolín floreado no escuchaba nada, no quería escuchar o al audífono ese lo llevaba de adorno nomás.
 
 José Luis Pagés
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