Letargo literario
Integrante del colectivo FELISA, coordina talleres de escritura creativa en el Programa de Capacitación laboral (APULUNL). Su trabajo literario tiene un trabajo intelectual y mucho de lo personal, en su modestia o impertinencia literaria no publica mucho, no participa de concursos pero cada tanto comparte una muestra de su talento.
Su obra
Literatura, tabaco y alcohol
Todo lo que tenga que ver con la palabra escrita me traspasa; mi padre es escritor y su oficio para sobrevivir fue el periodismo, la literatura no le permitió vivir, pero si la escritura, y para eso leyó y sigue leyendo, y continúa escribiendo, aunque ahora no como periodista; nunca dejó de hacer literatura, pero en un momento la tuvo que hacer a un lado para comer. Mi madre fue una lectora infatigable que incursionó en los estudios literarios y desertó, prefirió la libertad al corsé de la academia, y siguió leyendo cuanto libro cayó en sus manos. Era una lectora ejemplar, por momentos la literatura se convertía en un refugio, en un plan mágico para eludir la pesada realidad que le tocaba vivir.
La recuerdo fumando y leyendo, también recuerdo a mi padre haciendo lo mismo. De chico asociaba el humo a la literatura, mejor dicho, a la lectura; hasta que di con un libro que me gustó, y así empecé a leer pero no a fumar; entonces, me parecía incompleto leer sin fumar, y un día fumé mi primer cigarrillo, y leí, si no me equivoco, el que habrá sido mi cuarto libro, y me sentí en otro mundo; era el humo de la literatura el que se volvía espeso y las cosas dejaban de verse nítidas para perder los contornos y así recalar en una atmósfera extraña de la que no quería salir, pero no era bueno seguir fumando.
A lo que hacía el humo había que comprarlo, no fumaba junco ni zarzaparrilla; tenía que entrar a un quiosco y ensayar la voz de un adulto para que me vendieran un atado de Jockey, la marca que fumaban los albañiles, al menos el que yo recuerdo porque conocía uno solo, pero yo no era albañil, yo era un pendejo entrando a una juventud que solo quería fumar y leer. Era una de leer y fumar, y de fumar y leer.
Los siete locos me insumió atados y atados de lectura. Busqué cigarrillos en esa historia de un cordón prostibulario montado para financiar la revolución de una secta, un Erdosain angustiado, una rosa galvanizada, un astrólogo mesiánico que dio lugar al encuentro de Erdosain y el Rufián melancólico, y ahí encontré humo de cigarrillo.
Con Mark Twain aprendí a tragar el humo, con Roberto Arlt a saborearlo y a sentirme un humillado o un profesor de matemáticas devenido en cafiolo, baleado y agonizando. Así transcurrió mi juventud y asocié entonces algo que no había registrado ni en la infancia ni en la adolescencia, el alcohol y la literatura. Mi padre tomaba vino tinto, mi madre, en cambio, prefería la cerveza, y ambos, entre la espuma y el color borravino pasaban las hojas de un título tras otro. Yo estaba maduro, eso creía, fumaba y leía, ahora tocaba el turno de tomar y leer,
todo un adulto, eso pensaba. El primer libro que leí en esa dirección fue uno de Abelardo Castillo, El que tiene sed.
Si sigo formulando así las cosas parecería que intento justificar mi tabaquismo y mi alcoholismo, cuando en realidad estoy hablando de mi adicción a la literatura.
Una adicción sana, desmedida, pero inocua.
Se me tornaba difícil despejar la maleza del trigo. No distinguía un hábito del otro, me parecía que no podía leer sin fumar, no podía tomar sin leer, no podía fumar sin tomar.
El personaje de Abelardo Castillo se llamaba Esteban Espósito y era un escritor alcohólico que intentaba detener una carta que despachó borracho y no recuerdo más el argumento porque seguramente en la página diez ya debo haber estado chupado.
Mariano Pagés