
Alexis Louvet, sacerdote diocesano. Administrador parroquial de la Pquia. Cristo Obrero. Canciller del Arzobispado. Profesor en el Seminario Nuestra Señora de Guadalupe y el Instituto Castañeda.
Alicia Vincenzini, Nací el 24 de agosto de 1967 en la ciudad de Santa Fe. Viví casi toda mi vida cerca de la laguna Setúbal. El verde y el agua me acompañaron siempre. Soy madre de tres hijos y abuela. La maternidad fue mi mayor sueño. Cuando terminé el colegio secundario, tomé el camino de las ciencias exactas, pero mi corazón ya estaba dividido en muchas partes. Estudié bioquímica, quizás empujada por ese deseo de saber, un rasgo muy fuerte en mí. Suelo autodefinirme como “una eterna aprendiz”. Soy muy curiosa. Muy observadora. Siempre quise ver más allá. Qué había en lo invisible. Creo que buscaba correr un velo.
Literatura28/09/2025
Valeria Elías
De chica, los libros, las hojas en blanco y los lápices de colores me ayudaron a soñar despierta y a acortar las esperas. Los cuentos y sus personajes fueron los espejos donde me miraba y me aprobaba o reprobaba. Con el paso del tiempo pude encontrar mi propio nombre y esto me permitió fijar un nuevo rumbo. Trabajé siempre detrás de mis sueños y a través de mis sueños. Algunos los alcancé y otros siguen siendo motivo de búsqueda constante. En la escritura pude recuperar palabras atrapadas, que no pudieron salir a tiempo y que hicieron marca. Y después fui al encuentro de nuevas palabras y de mundos nuevos. Sellé un pacto de amor con la poesía. Como en la infancia, ella me permitió volver al juego. Volver a las leyes de “ese juego” que subyace en lo profundo. Reencontrarme con el viejo amor por la poesía fue la llave que destrabó muchos interrogantes. Y a partir de sus resonancias es que pude abrir nuevas preguntas.
Soy muy lectora. Escribí cuatro libros y uno nuevo por salir de la editorial. Siento que todavía me falta mucho por escribir. En eso estoy trabajando.

Sus palabras
La sepultura
Aquel domingo hacía mucho frío, almorzamos en casa y yo iba a terminar de estudiar para la prueba que tenía el lunes a primera hora; pero de pronto papá dijo que nos íbamos a visitar a los amigos de San José del Rincón. Mamá no quiso ir.
Llegamos a la tardecita. Los mayores se quedaron adentro charlando y tomando mate. Pensé que era por el frío que no se armó la rueda afuera y cuando entré para ir al baño oí que hablaban bajito. Hugo, el dueño de casa, que acostumbraba a hacer algún chiste esta vez no decía nada y se lo veía serio. Una de las familias amigas que siempre iba no estaba, pero no pregunté por qué.
La mamá de Laura gritó: “¡los niños afuera!”. Así que rápido salí a buscar al resto de los chicos.
La casa no era grande pero el terreno sí. Jugamos desde que llegamos hasta el último minuto antes de irnos en el criadero de pollos que tenía Hugo en la parte de atrás del terreno. ¡Lo mejor del juego era andar entre las jaulas, comederos, bebederos y tantas cosas desconocidas! Aunque el sonido y los olores de los pollos no me gustaban demasiado, ya me había acostumbrado. ¡Era otro mundo! A lo que no me acostumbraba mucho era a ver a los pollos encerrados.
Íbamos y veníamos de un lado a otro jugando a la escondida. Cuando yo estaba por hacer tochi me tropecé con un pollo muerto fuera de su jaula. No era un pollito bebé. Tenía las plumas blancuzcas, húmedas, como pegoteadas. Algunas moscas ya lo rondaban, le caminaban sobre los ojos entrecerrados. Sentí un poco de asco. Quizás Hugo no se había enterado y por eso estaba tirado en uno de los corredores, pensé. ¡Y ahí se me ocurrió algo! Eso fue el disparador de lo mejor del juego.
Le dije a los chicos, habremos sido ocho o nueve, que organizáramos la sepultura. Yo nunca había estado en una de verdad, pero había escuchado historias de muertos que nos contaba mi abuelo Eduardo.
Cuando mi amiga María murió, mamá dijo que mejor guardara su imagen viva. Por eso, no fui a su velatorio ni a su entierro. “Nueve años es una edad demasiado corta para morir”, escuché una vez.
Malena sabía de ese ritual más que el resto. Había perdido un abuelo, entonces nos iba diciendo qué hacer de acuerdo con lo que recordaba de cuando lo despidieron en el cementerio. Todos la escuchábamos.
Con la ayuda de una pala pusimos al pollo con el pico hacia arriba dentro de un cajón de madera que encontramos detrás de las jaulas, le cruzamos una flor en la zona del corazón, apoyamos el cajoncito sobre un pequeño muro próximo a la casa y lo rodeamos en silencio como verdaderos deudos del pollo. Yo recordaba esa palabra de cuando mamá dijo que casi siempre los deudos se vestían de negro para ir a los velorios. La nona Luisa, cuando murió el nono José, siguió varios años vistiéndose así.
Dos palos enormes a los costados del cajón eran las velas. Esa idea me parecía buena, le daba un aire religioso a la ceremonia. Yo las veía siempre en las iglesias, estaban cerca del altar. Las conocía bastante desde que había tomado la primera comunión. Ahí también se recordaba una muerte y todo era muy misterioso. Me quedaba suspendida con miles de preguntas y temores.
Después de juntar ramitas con las chicas, repartirlas y prenderlas como si fueran velitas, tomamos una carretilla, pusimos dentro el cajón con el pollo y marchamos cantando canciones religiosas hacia el lugar donde los varones habían cavado el pozo. No muy profundo, lo suficiente para tapar el cajón con el cuerpo de nuestro difunto, debajo de un árbol detrás de la casa.
Ramiro se cubrió con una bolsa de arpillera y dijo que era una túnica. Recitó unas palabras en homenaje al pollo y se santiguó. Para finalizar pronunció: “Que en paz descanse”.
Terminado el entierro, nos fuimos al lado del alambrado donde trepaba una planta de uva pisingallo. Cortamos algunos racimos con las manos duras por el aire helado. Me quedé pensando cómo sería el descanso en paz de un muerto.
Un rato después, cuando anochecía, nos llamaron para volver a casa. Todos estaban apurados. Hugo dijo que al día siguiente se volvía a comunicar si había noticias.
El lunes yo tenía prueba de Lengua en la primera hora de clase, así que me apuré para acostarme. Mientras me lavaba los dientes, me pareció escuchar que mamá lloraba en su habitación. Papá hablaba con ella de los amigos que no habían estado en la casa de Hugo. “Hace días que no se sabe nada, están desaparecidos”, le dijo.
Usó el participio, pensé. Infinitivo, desaparecer, participio, desaparecido, gerundio, desapareciendo. Me iba a ir bien en la prueba de Lengua.
Aún no sabía que desaparecido también es un sustantivo.
Alicia Vincenzini

Alexis Louvet, sacerdote diocesano. Administrador parroquial de la Pquia. Cristo Obrero. Canciller del Arzobispado. Profesor en el Seminario Nuestra Señora de Guadalupe y el Instituto Castañeda.

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