Estamos hechos de carne, de huesos, de palabras y de números. Somos seres vivos y emocionales, almas espirituales y numéricas. Sí. Somos números y estamos hechos de números. Los números nos atraviesa, dejan huellas y marcas en el alma y en la piel, tienen energía y vida propia. No somos 8 dígitos ordenados en días, meses y años. No somos descontrolados e insensibles números. Somos el resultado de ellos. No nacemos liberados al azar. Somos seres únicos e irrepetibles.
El placer de los placeres
Graciela Audero es profesora de francés por el Instituto Nacional del Profesorado de Paraná, Licenciada en Lingüística por la Universidad de la Sorbona (Francia) y Licenciada en Historia por la Universidad de Tours (Francia). Es autora de libros sobre historia de gastronomía.
Literatura22/10/2023Valeria ElíasSu pasión por la historia y la gastronomía la llevan a recorrer excéntricos lugares, probar toda clase de comidas y aventurarse a conocer personajes y contar estas experiencias en versátiles descripciones literarias. Siempre comparte alguna novedad y receta, pero aquellos curiosos enamorados del arte culinario.
Su trabajo
SAN ANTONIO ABAD Y LAS TRUFAS
En el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires se exhibe una escultura de madera de San Antonio Abad, una obra anónima de origen alemán, ejecutada en el siglo XV. El santo aparece de pie, vestido con hábito talar hasta los tobillos, presenta los ojos almendrados y cabellos y barba algo rizados, y como atributos: un libro en su mano izquierda, un báculo abacial en la derecha y la cerda protectora que se asocia a este santo eremita.
San Antonio Abad es el patrón de los truficultores. Los símbolos de su iconografía nos permiten comprender su relación con la trufa. Retirado a los 25 años al desierto de Tebaida en Egipto para llevar una vida ascética, el santo que carga la cruz de tau en el hombro, el rosario y el cayado, fundó monasterios de la Orden de los Antonianos. No debía sucumbir a la tentación pero seguramente probó la trufa del desierto recolectada con su bastón y sin la ayuda de un cerdo… Los Hermanos Hospitalarios de San Antonio curaban el “el mal ardiente” provocado por el cornezuelo de los granos de centeno (un hongo parasítico del género Claviceps, que consta de muchas especies) con grasa de lechoncitos. Esta medicina era tan exitosa que en el siglo XI la orden obtuvo la tolerancia de la Iglesia: sus cerdos, con la cruz de tau grabada en la oreja y con una campanita, tenían derecho a deambular por las calles alimentándose con los desechos. Semejante beneficio fue obtenido a pesar de que en la tradición cristiana el cerdo era impuro, lúbrico, devastador, y el jabalí simbolizaba al demonio comparado con el cerdo. Y en el siglo XIV, San Antonio Abad aparece acompañado por el cerdo o el jabalí. En el siglo XVI, como la trufa se servía en la mesa de los reyes, hizo falta que el hongo fuese consagrado por la Iglesia, y que el cerdo necesario para encontrarlo estuviese bajo la protección del santo. De manera que el cerdo sanador se transformó en cerdo trufero. A la vez, la imagen del santo quedó asociada a la recolección de la trufa.
La trufa, misterioso hongo vegetal, fue objeto de numerosas elucubraciones. Teofrasto, discípulo de Platón y de Aristóteles, filósofo griego especializado en botánica, decía que surgía de las lluvias de otoño y de los truenos, y que era el limo de la tierra modificado por el calor interno. Posteriormente, se dijo que eran conglomerados de barro; todos creían entonces en la generación espontánea… Misteriosa y mágica, la trufa fue un alimento rústico en la prehistoria, luego muy apreciada por la cocina de Babilonia. En la Roma antigua se disfrutaban tanto las trufas que las hacían llegar a Roma desde Libia, Cirenaica y Marmárica en vasijas con arena, miel o vinagre. Se trataba del género Terfezia o trufa de las arenas, cuya característica botánica es diferente de la del género Tuber. La terfezia siempre es muy apreciada en África del Norte, en Irán y en la cocina tradicional judía para preparar el Ras al hanout (mezcla de especias y de hierbas), que se utiliza para condimentar carne, arroz y verduras.
Los árboles hospederos, llamados árboles truferos, son los que producen las trufas, y se caracterizan por la presencia de mocorrizas del hongo en sus raíces. Cuando el micelio alcanza la raíz a micorrizar se produce una simbiosis entre el árbol y la trufa. El árbol recibe minerales (fósforo, potasio, etc.) extraídos del suelo por el hongo; y la trufa obtiene hidratos de carbono y otras sustancias sintetizadas por el huésped, sin las cuales no podría vivir y, a la vez, ayuda al árbol a regular el agua y a soportar los excesos calcáreos del suelo. Estos intercambios nutritivos permiten el desarrollo del micelio, que al propagarse forma las trufas. Los árboles hospederos de la Tuber melanosporum son el roble, la encina, el tilo, el avellano, el castaño y otros, y pueden identificarse por una suerte de chamuscado alrededor del tronco. El trabajo de los recolectores con sus perros adiestrados o sus chanchos buscando bajo los árboles el aroma único y profundo de trufas maduras es una operación delicada y aleatoria. El recolector con su herramienta personal (bastón, gubia, palita puntiaguda, etc.) debe trabajar con el cuidado de un arqueólogo.
Alba, ciudad italiana del Piemonte, rica y elegante -donde en el siglo VII a.C., los curiaceos estuvieron en guerra con los horacios de Roma- es célebre por su fiesta internacional de la trufa, que hizo conocer al mundo entero su trufa blanca Tuber magnatum Pico, llamada trufa blanca de Piemonte o de Alba. Además de Italia, Francia y España, que son desde siempre regiones trufícolas, nuevos países producen el hongo: Estados Unidos, Nueva Zelanda, Tasmania, India, Israel, etc. Y estos nuevos cultivos inquietan a los truficultores europeos porque dudan de lo que ocurrirá tanto con las prestigiosas trufas negras Tuber melanosporum como con las exquisitas Tuber magnatum, si las Tuber indicum, recolectadas en Asia, y otras especies de calidad inferior, invaden el mercado a precios muy bajos. En nuestro país, desde 2005, la trufa negra de Périgord, la Tuber melanosporum, hongo conocido como el “diamante negro”, se cultiva en las provincias de Buenos Aires, Tucumán y en la Patagonia. Y hace dos años en la ciudad del Bolsón, en la provincia de Río Negro, se encontró la primera trufa blanca… El cultivo de las trufas es largo: dos años para inocular las raíces de robles o encinas, entre cinco y ocho años para obtener la primera producción, pero su vida productiva dura entre 30 y 40 años. El futuro de la truficultura en la Argentina, un nuevo agro-negocio de un alto valor agregado, está condicionado por los resultados de la producción que permitan sostener un comercio internacional.
En cocina, las trufas se emplean crudas y cocidas, cortadas en rodajas o dados, picadas para preparar salsas (para acompañar carnes, pastas, risottos), en ensaladas o como aromatizante y condimento de aceites, manteca, embutidos, foie gras. Y para saborear el “diamante negro” crecido en raíces de árboles argentinos, se puede confeccionar la siguiente receta:
TOSTADAS CON TRUFAS NEGRAS Ingredientes: trufas negras frescas, aceite de oliva, sal, pan de campo. Preparación: - cortar las trufas en láminas finas y marinarlas en aceite de oliva. – tostar apenas rodajas de pan de campo, cubrirlas con las trufas marinadas, salar a gusto, y disfrutar con el vino elegido.
Graciela Audero
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